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A Franco, Maga y Guadi
Habrán sido veinte días, no más. Días de música, de
playa, de arena, de cansancio, de algunas noches, de bicicleta, de caballos, de
pizza, de fideos, de tacos, de milanesas, de secretos, de silencios, de
angustias, días un poco más coloridos que el resto de los días o tal vez
absolutamente achaparrados por el sol.
Días que se fueron tan rápido como las fichas del
Daytona.
Días en los que el descanso toma la manera de la
euforia, del trajín, o de la pereza.
Días en los que hay que inventar el día y otros en
que ya estaba todo inventado.
Los días y sus noches.
Y algunos paréntesis entre los trajines frente al
mar.
De pronto surge un diario, un diario de otra
naturaleza, un diario donde no son los píxeles de lo digital lo que establece
la memoria, sino la punción en la memoria misma, en lo emotivo de ese grabado,
en lo dedicado, esa manera de la delicadeza del amor.
Un diario donde las páginas no resultan de un
relato cronológico sino de una impresión de lo que se deposita en la imagen. En
lo imborrable de la gubia en la piel del recuerdo.
Y en el tiempo de los paréntesis la línea recorre
la cercanía.
Lo más próximo y lo más lejano.
Y en esas dimensiones lo cercano es eterno y lo
lejano a veces presente.
Hurgan, a pierna suelta en la cruz de colgantes
colgajos brillantes como hurga en el sexo un ginecólogo, recitan saberes y
certezas de si bien, de si mal, decimales, si ese solo, si con otra cosa, si
para si, si para otra, que tiene mas o que porta menos, se quejan del precio,
del largo, del corto y comulgan y demandan fe en mañana, si le trae otro, si
otro gusto, de frutilla tal vez, de arándano, de plata, con una nuez mas, con
una nuez menos, con un caracol de oro o de cristal, con el hilo rojo, con el
hilo verde o con tres hilos. Tiene tres días más dice y le encarga un collar
como si fuera un peceto, con el mismo tono con que a Alberto, su carnicero, que
la ve irse moviendo el traste como si saliera de Versace en Niza mientras en el
costado de su íntima sonrisa se desliza la generosa morcilla que incluiría en
su alma seductora. Esa que ahora encarna en las playas frente a un indígena
rasta que blande el estoque de las baratijas, que lo clava como en una
fundación de una futura colonia entre las ojotas de la Señora de la Reposera,
es ahora un indio el que hinca sus espejos de colores en la cruz frente a los
ojos de la conquistadora que tritura entre sus dientes granos de choclo , el
maíz sagrado, que saltan como pororó crudo de su boca cada vez que le pide a
los alaridos silencio a su hija gorda que se quema los labios y las manos
adherida a otro choclo embadurnado de arena y manteca. Mientras tanto ella
insiste en separar los collares como si fueran pendientes de una cortina de
alabastro. Lo mira a los ojos y profunda dice que los vio a diez en el centro,
pero igual, que se lo haga y se lo traiga. Tres días, advierte. De pié,
devuelve con mano diestra de repulgue cada una de las pruebas a esa tienda
crucificada y se aleja, como del mármol bruñido de vísceras de la carnicería,
vestida con un bikini rojo oscuro que aun le marca la cintura y el traste como
una aparición budista mientras se desliza comiendo el choclo hacia la reposera
del señor estertóreo y plantada delante de él toma el sol, toma el choclo, toma
el aire, con las piernas abiertas, las rodillas dobladas hacia atrás, apoyada
en los cantos del pié. Él murmura culos y tetas a la distancia. Ella acomoda
las prótesis que se le hinchan con el sol en el escote, toma un pareo borgoña
con la mano y camina regia con el marlo y la chala despojados del oro hacia el
tacho lejano dejando en claro su republicana urbanidad cincuentona y su
espíritu sugerente. Cuando regresa, con su pareo a rastra como un torero que ha
concluido su faena y ufana redondo la arena, se yergue en el centro de las
carpas, expulsa el torso hacia el mar y la espalda hacia la costa, saca pecho,
el viento empuja y vibra en su papada, emerge la panza como proa submarina y el
culo como melones de Newton se ancla hacia la arena caliente. Esbelta, dueña de
si. Señora. Tiene una suave flor bordada en la bombacha, su tallo nace en la
misma raya, se abre suave sobre el pliego de lycra y como una copa, una
campanilla lila promete a la altura de la pelvis una flor que ya marchitó en
tantos aburrimientos que hizo desierto todos los floreros del deseo. Su pelo lo
recoge una flor blanca que manosean sus hijas como quien sala a un riñón antes
de ir a la parrilla. Ah! la playa y sus mujeres que esperan como focas el
trinche del ballenero mientras cotillean el tiempo, la injuria, y todos los
planes que de tan secretos se paren obvios.
Era más blanda que el agua, que el agua blanda, que
la de la ducha del vestuario frente al áspero mar. En treinta años había sabido
gestar varios niños o niñas que aprendieron a gritar mamá como un camión de
bomberos, tenían también sí, la movilidad de un caniche consentido y
enarbolaban como bárbaros palas, barbies, baldes, helados, panchos, rastrillos
y pomos de carnaval, sembraban como el sembrante sembrador de Constantin
Meunier pochochos tan transgénicos como estériles, papafritas lánguidas y las
estacas derretidas de los palitos de la selva sobre un arenal caliente y seco.
Reclamaban derechos absurdos como el de beber, comer y ser eximidos de las
nauseabundas impurezas de sus pañales. Rubios ellitos, rizadas ellitas, tiernos
y malévolos, siniestros querubines caprichosos mientras Ellamisma, como un
troyano, erguida en su casquete de pelo encerrado en un doble tridente dorado,
se desmadra ardiendo sus pies sobre las brasas de cuarzo gris del patio del
balneario. Pequeña comuna con servicios protegida del viento, de la mirada de
los oportunistas y de los desclasados de la sombrilla o de la loneta.
Atracaba santamente por las mañanas como los
ladrones de la gorra gris con su bikini blanca y pura, bolso de lona y canasta
arrastrando con la mano la piara de hijos que, como camellos se encolumnaban en
el desierto. De su cuello cuelgan como pendientes de galeote tantas figurillas,
representantes de las tantas placentas arrasadas por las voracidad de embriones
hambrientos, del museo del oro de Liberty Park, sus muñecas gesticulan
atrapadas por soles de cartón y pedrería mientras que su solero lima se enreda
y desgarra en los bordes desgastados de las sillas de mimbre blanco arrasándole
el glamour como un kurdo en celo. Media mañana y la primer embestida de panchos
o barquillos, así la mítica ruleta iniciática que sobrevive año tras año a la
arena y a la lonja de cuero reseco con que es cargada en los hombros del sol,
convocaba alrededor del sabor de manteca, azúcar, vainilla y harina crocante,
delicias de aromas que se evanescían al viento, a arrojar la suerte por dos
pesos, uno dos tres cuatro cinco o seis barquillos y es de mucha suerte sacar
mas de tres porque la suerte, como la fortuna verdadera de la vida, no se
distribuye en forma homogénea, una gaussiana burguesa, una hamburguesa, también
una hamburguesa mamá, no mas tarde, y el barquillero y el choclo otra vez, y el
pochoclo y el señor que no está. Trabaja, de lunes a viernes o sábados también,
mientras que ella, Ellamisma, azucena sobre todas casta de perfume tenue corola
cerrada, disfruta de las vacaciones. Ahora al mar, que hace frío que no te
vayas tan lejos que la ola que agarrame, que subime que miedame que soltame que
la sal que la arena que me raspo que me empuja que me araña que me que me y el
protector solar 23 y crema nívea, blanca como ella, yo te quiero alba yo te
quiero de espumas, te quiero de nácar, pura como el agua mineral ahora agua con
gas sin gas no coca nada y me olvido de la sed porque me puse a enterrar a mi
hermana y la arena se filtró por los pliegues de la malla y le pica que
sacudite entonces y el agua viva muerta que me mira con su medusa de ojo como
la clara de un huevo podrido hecho milanesa, y que me tiró arena en lo ojos y
de pronto el Alamein, Rommel derrotado por Montgomery y viceversa y la arena
que se desangra sobre la duna al grito final y desencajado de basta y Ella,
Ellamisma, una hembra touareg, presa política saharaui en la cárcel negra de El
Alaiún, en medio de la aglomeración y el calor en las carpas del pequeño desierto
marítimo que padece el hacinamiento, las enfermedades como el moco, la otitis,
los ojos ulcerados, el vómito, la faringitis y las excoriaciones de las tablas
de barrenar de poliestireno expandido con los colores de boca o infaltables
nacionales, la sobre alimentación, las grasas, los hidratos de carbono, los
azúcares, mientras el cohecho y el perverso aburrimiento de las autoridades
dejan sobrevenir las atroces violaciones de la mirada y ese bikini blanco que
resplandecía al alba se va desgañitando de dedos y diversos humores. Tumores de
las horas y la disciplina de lo infantes, que ni un rayo de luna filtrado me
haya, ni una margarita ni un descanso y la almohada blanca es un sueño de
espumas para quien la quiere blanca de esmero y psicosis de los mediodías que
los fideos que la milanesa que la hamburguesa gaussiana que la distribución
perfecta de la manteca y la guirnalda que quedó de navidad, que sentate, que
movete, que acercate que alejate, que no me toque, que me miró, que hace calor,
que no quiero, que ya basta, que estoy por ponerme a llorar a los gritos y
pedir tiempo al referí y que me trague la tierra y que crezcan y que la cuenta
y que me quedé sola mirando como una loca como se van corriendo al agua, porque
ahora quiero ir al agua, que no, que ahora no, que a los juegos, que me arde,
como a ti te arden las camas de las otras, en las que dejaste el alma enredada
y un resto de miseria me harta la boca y aléjate tentación y pensamiento y leer
una hoja de un libro o tomar un mate que se vuelca mientras por el milagro de
la tarde un castillo de arena los hunde en la edad media y sus cocodrilos y los
puentes levadizos y las almejas y otra vez el mar y la misma retórica y el pelo
que se quema y se llena de sal y por suerte el champú a la noche es como un
bálsamo y puedo darme spá cuando todos duerman. Y si es hora de la banana, que
vení con nosotros, que tirate cuando da la vuelta, que no te tires, que ayudame
si no puedo subir y la cola siempre hay cola, los chalecos salvavidas y las
colas de las chicas que sobre las colchonetas dejan que descansen las miradas
en sus trastes piláticos haciendo nada, esperando la noche, la noche profunda
para ir a bailar o a estar en la música y caemos y subimos y volvemos a caer y
regresamos como Viernes a reconstruir la isla, a rehacer la civilización con
las toallas que ya estaban mojadas. Y sanseacabó. Nos vamos y se acepta a
desgano y a congano porque ellos tampoco dan mas no quieren ya ni molestarse
entre ellos pero igual lloran y ella, Ellamisma también. Ella, que era más
blanda que el agua, que el agua blanda, dilapidó su encanto, tiene entre sus
uñas arena mojada, se ha alimentado con raíces amargas y sin dormir la despertó
la escarcha, se aleja al caer la tarde, esa urdimbre profana, la espalda
corvada y su bikini blanca un estropajo de bodegón de cuarta.
Ceremoniosamente, amanecen dos crupieres.
Desarticulaban la mesa de madera plegable a un metro del pequeño frontispicio
de su catedral número 71, instalaban sendas sillas enfrentadas geométricamente,
y sobre la mesa desplegaban una toalla roja y sobre ella en el borde sur
acomodaban dos mazos de cartas de póker, uno de cartas españolas, un cubilete,
la caja epistemológica del scrabel, la aristocrática caja del buracco y la
esmaltada rectangularidad del domino; el termo, el mate y el quit de yerba y
azúcar de cuero. En el borde norte un talonario y dos biromes una roja y una
azul. Cada uno de ellos hacia el este y el oeste, siempre a la hora señalada.
En el interior del templo amarillo quedaban, dos bolsos, y la ropa de dos niños
que jamás aparecieron. Él era compuesto, atlético, entrecano, piernas largas y
musculosas, su vientre era liso, sin llegar a estar surcado por los
abdominales, usaba pantalones de baño sobrios y hablaba pausadamente, casi
didáctico. Ella era un poco mas joven que él, no demasiado tres o cuatro años
tal vez, rellena, de voz suave y calma. Vestía un bikini rojo sin complejos,
claro está, no era una tanga, que no obstante, expresaba una seguridad o una
torpeza. Desde las cronológicas diez de la mañana hasta la inclaudicable
primera hora de la tarde, se mezclaban y repartían barajas. Nada más aburrido
que jugar mano a mano al truco con tu esposa dijo alguien alguna vez. No se los
veía así. Eran profesionales. Tanto para el truco, para el chichón, como para
la escoba de quince. Sus cantos eran perfectos, como si tildaran un libro
mayor. Y así sucedían sus horas. Sólo el almuerzo interrumpía el casino, en ese
momento llegaban dos niños que casi en silencio se secaban, y compartían los
sándwiches, las gaseosas y los alfajores que rigurosamente se repartían sobre
la mesa hasta que volvían a desaparecer. Bendice uno el silencio y la
discreción cuando se encuentra en medio de una multitud poliforme. Una cosa es
la identidad y otra muy distinta es la masa de vocablos, gritos expresiones de
júbilo, rabia o desamparo sucediendo al mismo tiempo. Otra cosa sería una playa
acompasada donde todos gritaran a coro cada fenómeno expresable. Cómo sonarían
en la batuta de la Orfeón Donostiarra unos veníparaacá, noahorano, vamosacomer,
cambiatelamalla, secateelpelo, queresunmatecito en un gran coro ademanado
cargando la habitualidad como se cargó el ataúd de Verdi al son del va pensiero
de Nabucco. Pero ellos eran discretos, dos crupieres del casino de Santa Rosa
de Calamuchita, serios, de negro desleído, amarillentos, inodoros, esos que
recogen las fichas de los perdidosos como quien arrea almas al infierno. Almas
indefensas ante la suerte, esa virtud divina. La tarde era necesaria y
silenciosamente escrutada desde la lingüística del macramé de la real academia
acompañada de la lujuria estocástica de las más altas matemáticas. Comisario
unodostrescinconueve duplicapuntosletra trece. Y ante cualquier duda un
diccionario pequeño pero completo de manera que no existan divergencias. Doble
seis abre si no doble cinco y así vamos desgranando silencios en el laberinto
de marfil con viruelas. Un gesto tal vez el último de cada partida que exprese
esa desazón, sin sazón de la razón en la combinación de los iguales, pajarito
pajatito, león león, era de pequeño todo un mandala, un canon canónigo y ahora
también, mi paz os dejo mi paz os doy, mis pasos dejo mis pasos doy y así
hermanos idos en paz, recoged los bolsos, ordenad las infusiones, doblad las
toallas, enfundad el azar en una bolsa singular, que de ser frotada, hará de
brotar todas las luces de las vegas y la disco se llenará de humo hasta mañana
a la misma hora del día anterior cuando un cubilete agite los recuerdos de la
noche. Kamtchatka ataca Chukchi. San Clemente se rinde.
Caía la tarde en una terraza de un bar que sólo se
sostenía por el milagro del equilibrio, y era una tarde roja con un amanecer de
luna llena que hacia mas rojas las nubes y el cielo, tomaba como es sana
costumbre un ron con hielo mientras que el viento me arrastraba suavemente el
pelo sobre la frente, sacaba fotos de las sillas solitarias frente a un mar
calmo a la hora en que las almas diurnas ya se habían recogido en sus paraísos
domésticos. La luna en su pequeño arco magenta se demoraba en el horizonte,
flacas, las nubes construían lánguidas una página en blanco de un cuaderno de
caligrafía propio de una niña aplicada, esas que subrayan con marcador
iridiscente rosa todos los títulos y sus maestras, las ginecócratas, aplauden
con moños. Poco a poco la arena se fue despoblando de tatamis, de sombrillas
grises y hasta de papeles. Dos o tres peregrinos de la sal de la noche que se
escurren por las sombras y la luz rasante de la dama blanca sobre el suave
encrespado del agua encandila como un seguidor de Hollywood el plata enervado
de las rompientes lejanas. Caminar por el borde de la noche en el límite de la
espuma, mar adentro la oscuridad y el frío del verano, también desde las olas
la algarabía de dos voces frescas, ardientes, chillonas, reían sirenas y
profesaban cantos de esplendida profundidad marítima, calamaras, delfinas,
alicias, orquídeas, cachalotas. Como una aparición, como una navidad, dando
brincos y medias lunas en luna llena dos hermosas hembras, robustas, bikinosas,
urdidas en fuertes carnes desprendiendo espuma, sal y agua como un corcel de
conquista, dunkerque, se plantan ante la casamata de mis ojos y expanden sus
pelvis de costado, costales, cuadriles, mostrando las piernas encarnadas y el
arco de sus trastes como dos sartenes de cobre luminoso mientras que los pechos
se enfrentaban rectos y altivos ante mi nariz, proas de Génova, para decirme en
cara y absolutamente convencidas del producto que promocionaban, mientras
golpeaban con mano segura y severa las nalgas tostadas y húmedas que apenas se
estremecían por sus palmas: ¡Carne Argentina! ¡Carne de la buena! ¡La mejor
carne del mundo! Un flash por favor.
Todos los días eran lunes de quincho de
ambitofinaciero, sus cabellos, canos; sus pantalones, amplios; sus remeras,
vistosas; sus dientes, amarillos; sus panzas, generosas y los belfos daban
cuenta de innumerables vasos de whisky. Los ojos, entornados, agazapados detrás
del pensamiento del otro, listos para la burla o para descubrir el engaño; las
manos, cortas, los dedos gruesos expertos en salames de picados diversos,
quesitos en dados y el pan fresco. Que decir de sus vientres, y sus tohallas
blancas sobre los hombros. Cuando llegaban ya habían leído
lanaciónclarínyelámbito también en el bar, veintitrés, noticias, la semana,
perfil, y nosequemas, tinelli fue un sueño, las tetas de una, el traste e la
otra y el trolazo que con quien, las dos voces de la noche le habían cumplido
en dar letra a sus oídos y el amaneramiento vaticano de las manos de grondona
terminaba siendo insultado cada vez que con sus lindas manitos que tengo yo
trataban de acompasar de la misma manera el comentario de sus comentarios para
insuflarle credulidad a sus palabras, le habían leído a su mujer gente, vieron
como se vive en hola y anoche, siempre habían cenado bien, no obstante la
calidad precio del vino y los camarones, si no la salsa o los panzottis, y de
los asados eso si, se habla, que bien que estuvo, que buenos los choricitos
bombón, el ojo de bife, la bondiola, el cabrito, la corvina y las morcillas
vascas. Hasta las berenjenas y los tomates para las vegetarianas, la risa de la
contundencia carnívora, un pepino o varios zucchinis y una banana porqué no
también y aún mayores las carcajadas como si en ello nadie de los presentes
estuviera implicado en la falta por ronquido, eructo o flatulencia, pero no
importa, ya no importa, entre nosotros con un tejo alcanza como cuota de
entrenamiento, tampoco afecta que nosotros por aquí y ellas por allí, esa
segmentación calabresa de la mesa, del living y tal vez si uno lo piensa por
que no de las camas. Grecia en su diáspora cultural. Eso si, se juega al truco
con las otras, como cartas, se cabecea un pelo enrulado que pasa meneando por
frente a la mesa, se guiña un ojo a cualquier soutien natural o artificialmente
relleno, el ancho de bastos para una piernas que corren como gacela, se muerden
los labios ante la presencia carnal de una vestal de peso adecuado, en fin,
todo se mira y se seña, se lo ve, se lo comparte pero en esa mirada ya hay una
posesión simbólica, una usucapión intransmisible de derechos al manotazo,
porque no se puede llegar a imaginar una caricia. El mismo manotazo que sobre
la cola si bien madura, pero bien ejercitada, que se le brinda a su señora
cuando le dice lisonjera que se va a tomar un cafecito a la barra con las
chicas, tan chicas y sostenidas como ella. Así las tardes así los días y el
país que arde o aburre o inventa conflictos donde no los había o expande los
que eran insignificantes y omite los verdaderamente reveladores de la
fragilidad pública e institucional. Que es una boluda, que es un pollerudo, que
es un irresponsable, todos pueden ser algo en lo público para ser denostado en
lo privado de una partida de dominó interminable, una excusa para el resto,
para escucharse. Y en dulce montón cargan con los tejos redondos de color
blanco y de color rojo, de plástico compacto hacia la arena húmeda y plana que
fue dejando la marea, ese pizarrón de sílice que soporta día a día todas las
inscripciones propias del amor, de la furia, de la grosería y las diferentes
geometrías de los deportes, también la historia de la arquitectura desde la
elemental choza hasta la gótica figura del castillo sobre la colina. Qué
maravilla la arena y el mar, destruyen en su tiempo diario de mareas todas las
vanidades humanas, el tiempo en las arenas de la playa es mas corto, deshace
una generación o una civilización por noche, tal uno debiera considerar la
fragilidad de la vida mirando la playa al amanecer y sentirse que está
nuevamente en el fin del pleistoceno. Tal vez una fórmula de autoayuda para
abrir los ojos cada día y proponerse un mundo diferente.
La epopeya del regreso de las vacaciones comienza
desde el momento que se cierra la última puerta del auto o de lo que sea.
Alguien piensa preocupado, estarán todos y los cuenta por las dudas, todo fue
guardado, estarán seguras las valijas en el portaequipaje, no me olvidé nada,
tendré nafta?... agua?... aceite? Qué más? Ah! aire y liquido de frenos, agua
mineral, algunos caramelos, cigarrillos los que fuman, documentos, cambio para
el peaje, anteojos negros, y todos ellos que están enfurruñados porque guste o
no es el último día de las vacaciones y tiene uno que atravesar por el
purgatorio del regreso, evento que puede según los casos hacer olvidar todo lo
maravilloso que pudieron ser las vacaciones. Idear teletransportación, buen
punto, en ese caso es como ir de una realidad a otra sin interfase. Damos las
hurras los deseos de buen viaje y zarpamos. Que la radio a que la b que la c ya
nada importa, una radio que se escuche bien mientras se debe ser cuidadoso de
las reglas de transito y urbanidad vehicular, por suerte es autopista, cómodos
por la derecha y el cuentakilómetros que va cancelando distancias hasta el
arribo, primero falta mucho luego menos luego la mitad, un poco menos y tengo
hambre, el tanque de nafta está en su cuarto final y me duele la espalda tengo
los hombros tensos y los sentidos desdoblados hacia la ruta y hacia en interior
del auto donde mis almitas sostienen su personalidad haciendo uso de cualquier
recurso que les da la convivencia. Recuerdo una estación amplia a menos de
treinta kilómetros. La ruta tiene sus tiempos, hay tiempos de silencio, grandes
banquinas sembradas, alambrados que se extienden hacia el horizonte como una
guía de perspectiva, macizos de árboles que forman montes en medio de los que,
rosada, un casa de campo tiene olor a cocina de leña. Hay instancias de pueblo
en las rutas con todos los servicios a disposición del navegante, que la
gomería, su concesionaria de maquinaria agrícola, que el almacén, que la
estación de servicio del pueblo, un restaurant seco al que ningún camionero
riega con su presencia, dato de base para detectar un buen lugar para comer en
la ruta según saben los que saben y lo comulgan y de pronto ese espacio se desvanece
a una velocidad que depende de si el conductor respeta el kilometraje máximo
para devolverle a la mirada el campo liso y horizontal de la pampa. No
obstante, hay un tramo de toda ruta que concentra el stop gastronómico típico,
es decir el de mayor densidad de comensales agobiados por el viaje, donde ya
les pica el bagre al eventual conductor o a cualquiera de sus acompañantes. Y
aparecen las parrillas, con sus sirenas de trapo, bombachas de campo y botas
salteñas, sombrero de ala y pañuelo al cuello puro pericón nacional, mientras
que se tuestan de espaldas, sin protección solar 47, varios chivos o
costillares que como sabor de vientre se cuelan perfumados en las pupilas, en
las narices y en el estómago. Qué milagro de cal hace que esas maderas cocinen
de manera tan fragante y ya, si, hay que parar. Pero no allí. A dos kilómetros,
hay una estación de servicio con servicios en donde se puede dejar el auto a la
sombra, ponerle todas sus demandas de fluidos y tal vez comer un snack para no
seguir de viaje pesado. Uno compensa internamente. Pero no, al fin de la
estación hay dos arcos dorados y esos fueron los que lograron el consenso para
detenernos, ni una costilla sabrosa, ni una ensalada mixta con gusto a tomate y
lechuga, ni unas papas fritas humeantes y de papa, ni unos pastelitos de dulce,
nada de eso, los arcos dorados. Respirar tres veces y acompañar, debo
acompañarlos en su experiencia sin dejar de dar mi opinión al respecto, lesson
n° 4 del manual de los derechos de los niños en la global. El lugar tal vez
fuera amplio pero dispusieron las mesas para que sólo un equilibrista experto
en bandeja pueda pasar entre ellas, poniendo en riesgo vida y milagros de los
que por fortuna, rapidez o paciencia pudieron sentarse, el murmullo que mas que
murmullo era la amplificación de una colmena de avispas asesinas africanas y
las colas que eran varias como un peinado de trenzas tropical se alineaban en
misteriosa unidad frente a un mostrador atendido por jóvenes que en un estado
de alienación grave trajinaban la mejor sinfonía fordista desde los tiempos tan
modernos de chaplin, otra cola de mujeres se encolumnaba ante una puerta que
resaltaba una figura con pollerita, obviamente hace calor mucho calor y el aire
acondicionado lo único que restauraba era la fritanga infame de la cocina. Ser
consecuente con mis ideales hizo que nada pidiera, ni un agua, con las tres
bandejas llenas de mortajas japonesas de papel y envases de plástico giramos
hacia el local luego de arrastrar en nuestros hombros el malestar de los que
aún hacían cola como antes la habíamos hecho nosotros y ver que no había
ninguna mesa que nos albergara y con cierto placer propuse ir afuera, si bien
hacia calor era mas natural que el que había adentro. Había alguna mesa afuera
pero no había sillas, las sombrillas estaban ocupadas por gente que se quedó en
resguardo de un lugar en el mundo para recibir a los cazadores que fueron por
presas hacia el mostrador de la locura. De manera que bandejas en mano logramos
apoyar un try de plástico en una mesa cerca de una pared que daba una sombra
del tamaño de una mesa y una silla, lograr que se entendiera que era mejor
poner la silla contra la pared y aprovechar un pequeño cantero lateral como
asiento para poder así estar por lo menos cuatro a la sombra fue todo un
ejercicio de estrategia de guerra bajo el paraguas misilístico utilizando como
hacker una commodore 64, con persistencia se pueden lograr milagros, también
mártires, porque la que era sólo con queso vino con tomate y salsa de pepinos y
a mi no me gusta, la que era doble sin queso vino completa, la que tenia huevo
llegó de pollo, la de promoción no llegó, y un arrebato derramó tres vasos de
gaseosa pegajosa por las bandejas, por las rajas de la mesa y por supuesto por
la ropa, dos vasos no lograron abrirse y los condimentos que están sellados al
vacío no debieron mas que soportar una inundación de azúcar en sus epitelios
impresos, las servilletas eran útiles para hacer muñecos de papel maché y mi
rostro había adquirido tal imagen de furia, desencanto y desesperación que
consiguió el silencio y la consciencia del caos y frente al caos orden y
progreso. Así me retiré en silencio a lavarme las manos al baño de la estación
de servicio donde no había nadie, Salí de allí y en el bar de la estación me
tomé un café en una mesa alta mirando por la ventana como entraban y salían
autos de los surtidores, de a uno fueron llegando en silencio, compre unos
caramelos en el kiosco, se los di y subimos al auto. Llegamos en silencio. A
todas luces felices más allá de los tormentos de lo contemporáneo. Y el tiempo
pasa y las noches de guitarra se hacen conciertos, y las filmaciones de los
reportajes ridículos se convierten en series completas de televisión de la
mejor y las caminatas de la mañana en un arrullo de manos entrelazadas y los
partidos de padel en un estadio donde se jugaba la libertad, el viento ruge en
las crines de los caballos y en las nuestras y el miedo a cabalgar en la noche
y la emoción y ver si le gano y disputar hasta el último territorio en un teg
de lluvia o mentir desaforadamente en el truco, si total nadie pierde y sólo se
gana la risa. La risa de estar juntos, de darse la oportunidad de amarse en
silencio o bajo las formas más pueriles de los actos cotidianos. Por todo ello,
las luces y las sombras, la línea y la luz, la alegría y el recuerdo. Todo lo
bello está en las paredes de la casa de la memoria.
Ah! La playa, que descanso el mar, que suavidad las
dunas, que trama los cercos, que geometría las carpas y las sombrillas, que
delicadeza la espuma de las olas y la lejanía. Ver crecer a los hijos y
mancharse con ketchup. Un Baccardi dorado con hielo, por favor.